Cuando la noche cayó en el pueblo, todos sin excepción regresaron a sus casas. No quedaba ni un solo farol encendido en las calles, cuando a media noche un hombre entró sigilosamente en el cementerio. Este no era muy grande, pero era lo suficiente para asegurarle a cada habitante del pueblo un hueco en la húmeda tierra.
El hombre abrió y cerró la puerta de hierro con cautela, pero no había mucho que hacer pues estaba mal engrasada y chirriaba como en tantas películas de terror, produciendo al hombre un siniestro escalofrío por la columna vertebral.
El hombre iba cargado con un saco de considerable tamaño y una pala de mango largo.
Merodeó por los laberínticos caminos que creaban las tumbas, caminó encorvado observando una a una cada lápida hasta que halló la buscaba. Dejó a un lado el saco y con ansias comenzó a cavar, no paró hasta que la pala chocó contra algo. Quitó la tierra sobrante con las manos y abrió el ataúd. Allí encontró una maravilla. Hace unos días el duque del pueblo había fallecido, como no tenía ningún heredero legítimo le habían enterrado con las joyas y oros.
Con nerviosismo y ansiedad robó todas las joyas y las metió en el saco, varias veces le dieron arcadas por el olor de la descomposición de la carne y por la visa tan horrenda y repugnante que tenía ahora el duque, pues los roedores y las lombrices ya habían comenzado a comerse las partes blandas del duque.
Cuando estaba a punto de marcharse y no volver más al pueblo, escuchó un interesante sonido, como si alguien arrastrase huesos y después los rompiese. No podían ser otra cosa, pensó el hombre. ¿Qué más había aquí aparte de huesos, carne descompuesta y él?
Por pura curiosidad y también avaricia, se acercó con cuidado de donde provenían esos extraños ruidos. Llegó hasta una lápida con forma de ángel con las alas erguidas, donde la tumba estaba elevada. El hombre se encontraba detrás de la tumba y con las alas de la estatua no veía qué era lo que está produciendo ese ruido. La tumba debía de ser alguien con mucho dinero como para pagar dicha escultura o era también alguien muy querido en el pueblo. Con avaricia dejó la pala caer desde su mano y se acercó a la tumba.
Subido al ataúd había un monstruo sacado de sus peores pesadillas. Era un ser con forma humana, su piel era muy fina y lechosa, apenas tenía carne y se le notaban todos y cada uno de sus huesos. Tan solo tenía las fosas nasales y el puente de la nariz casi era inexistente, tenía unas manos que parecían garras. Y no tenía un solo pelo en el cuerpo.
El engendro lo miró mientras masticaba algo, sus ojos eran verdes, tan oscuros que parecían negros.
El hombre comenzó a retroceder aterrorizado, pero no le dio tiempo a nada. Aquel monstruo se había abalanzado y estaba sobre él, ambos tirados en el suelo. Ahora le mordía un hombro y de este salía sangre a borbotones. Lo último que pudo ver el hombre fueron las fauces del engendro devorándole.
Ariadna Prados
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